Lucía Asensi, voluntaria en Rwanda: «Aprendí la importancia de compartir todo aquello que tengas para ayudar a alguien que lo necesite»

Nuevo: Abierta la convocatoria para participar en el Programa de Cooperación al Desarrollo de la UMH en Ruanda – Verano 2016. Presentación de solicitudes hasta el 16 de mayo de 2016. Más información aquí.

Cooperacioìn (la de la derecha)

Lucía Asensi (derecha) junto a otros voluntarios en Rwanda

Siempre recordaré aquel momento. Él, el voluntario, sonreía mirándome fijamente mientras alargaba amable e insistentemente su mano hacia mí para ofrecerme el dulce más sabroso que jamás había probado. Y no era tan dulce su sabor por los ingredientes que lo componían, sino más bien porque él me lo había ofrecido sin aceptar un no por respuesta.

Nos conocíamos hacía muy poco pero él ya se había convertido, sin saberlo, en alguien muy importante para mi. Él, quizás sin ser consciente de ello, ha sido un voluntario excepcional en mi vida, un maestro moral, un amigo.

Recuerdo el primer día que le conocí. Apareció mientras yo intentaba trabajar, algo frustrada, porque aquello que había preparado no funcionaba como pretendía debido a la escasez de recursos y materiales de los que disponía. Recuerdo que, en medio de mi frustración, miré hacia él, como si una fuerza externa e invisible me impulsara a hacerlo, y esbozó la sonrisa más blanca, sincera, impecable, pura y atrayente que había visto en mi vida. Contesté a su sonrisa y él, como buen voluntario que era, durante el transcurso del día me ayudó con mi trabajo. Ayudó desinteresadamente a las personas con las que yo trabajaba, me enseñó algo de su idioma porque sabía que me sería de utilidad y me presentó a algunos otros voluntarios que podían seguir ayudándome. Desde aquel día, cada vez que volvía a trabajar, me enseñaba algo nuevo muy útil para mi vida y mi futuro. Me mostraba cosas que, en mi país, quizás no habría tenido oportunidad de conocer, y todo ello, sin esperar recibir nada a cambio. De eso trata ser voluntario y le estaré eternamente agradecida.

Él, el voluntario, me hizo comprender que los ríos también se llenan a base de pequeñas gotitas. Me enseñó la enorme, más aún de lo que pensaba, importancia de la amistad, de compartir, de ofrecer todo aquello que puedes (aunque todo lo que tengas sea sólo amor) únicamente por ayudar a alguien que de verdad lo necesita. Que tan solo poseemos aquello de lo cual podemos desprendernos ya que de lo contrario no somos poseedores, sino poseídos. Me enseñó a no dejar nunca de lado al niño que todos fuimos y sus ganas de jugar y, sobre todo, que el dolor y los problemas son reales, pero que el sufrimiento es tan solo opcional. Y recuerdo perfectamente el día en que, gracias a él, aprendí esto último…

Estaba yo, como cada día, tratando de realizar lo mejor posible mi trabajo en el hospital a pesar del cansancio y la escasez de recursos. Recuerdo que, aunque estaba contenta, andaba repitiéndome lo cansada que estaba y cuantísimo me dolía la cabeza aquel día. Entonces, como siempre en el mejor momento, pareció él, el voluntario, mi voluntario. Lo hizo, como cada día, sonriendo para mí y dispuesto, sin él saberlo, a ofrecerme una nueva enseñanza que jamás olvidaría. Arrastraba levemente su pierna derecha debido a los vendajes y una profunda y dolorosa herida que tenía en ella. Botaba el balón con su mano izquierda puesto que la derecha estaba también vendada y quizás algo deformada, y mirando hacia mí, como queriendo reforzar lo que estaba apunto de enseñarme, chutó el balón con su única pierna sana, con una inestabilidad que parecía que lo tumbaría pero con la sonrisa de felicidad más sincera que jamás podría ver y, acto seguido, con esa misma inestabilidad, arrastrando de nuevo su herida y vendada pierna derecha, corrió tras él emitiendo contagiosas carcajadas que todavía siguen resonando en mi interior para recordarme cada día que el sufrimiento y la incapacidad son tan solo opcionales. Él podía carecer de una infancia digna, pero nada ni nadie podía arrebatarle sus ganas de jugar.

Y fue entonces, justo entonces, cuando, mirando como sorprendida mi bata blanca, olvidé mi estúpido cansancio y dolor de cabeza y algo dentro de mí cambió para siempre gracias a él, al voluntario, a un niño ruandés de 5 años repleto de heridas, vendas, dolor y problemas cuya única posesión era el polvo que ya formaba parte de su dorada, aunque ahora rota y grisácea, ropa. A un niño que desde el primer día no había dejado de enseñarme lecciones de vida. A una personita que, de forma voluntaria y sin esperar recibir nada a cambio, me había ayudado con mi trabajo en el hospital, que había intentado, con una sonrisa y dulzura únicas, enseñarme palabras en su lengua local para que yo pudiera comunicarme mejor allí y que me hizo conocer a otras personas que son, para mí, los verdaderos voluntarios de mi experiencia. A esa madre que nos ayudó siempre con los niños cuando nos veía agobiados y arrancaba a cantar, siempre sonriendo, cuando uno de ellos lloraba; a ese marido que, de forma desinteresada, trató de mejorar la cohesión y actividades entre las personas con enfermedad mental viniendo cada día al hospital; a esa enfermera que, sacando las horas de su tiempo libre, venía a traducir nuestras confusas explicaciones.

Y recordé a todos ellos mientras saboreaba la dulce galleta que él me había ofrecido. Era nuestro último día en el país y queríamos hacer algo especial para ellos. Junto a música, proyecciones de fotos y entrega de material, regalamos unas simples galletas a unos niños que todavía no habían comido en ese día y que, quizás, probaban galletas, a lo sumo, una vez al año. Cuando él, el voluntario, destapó su paquetito de galletas y descubrió que había más de una, alargó insistentemente su mano ofreciéndome una de ellas a modo de última lección de mi experiencia. Puedo afirmar, sin duda alguna, que aunque vengo de un país donde los supermercados están repletos de galletas y dulces de diferentes compañías que luchan y se pelean por ser los más vendidos ofreciendo nuevos sabores, colores, formas, atributos y regalos, aquella simple y llana galleta, fue la más dulce y sabrosa que jamás haya probado.

Él, ellos, jamás recibirán, como yo, un certificado de voluntariado o cooperación indicando sus horas de servicio, pero puedo asegurar, sin miedo a equivocarme, que son los que más lo merecen por las enseñanzas y ayuda que ofrecen sin esperar recibir nada a cambio. Gracias a él, gracias a ellos, cada segundo de mi experiencia de cooperación con la UMH, cada instante allí, me ha inspirado una poesía.

Lucía Asensi
Voluntaria en Rwanda

Lucía Asensi también participó en nuestro programa radiofónico Global UMH para compartir su experiencia como voluntaria en Ruanda. Puedes escucharlo aquí: