Memorias de un médico de la UMH en África (VI)

Ésta es la sexta entrega de las ‘Memorias de un médico de la UMH en África’, una colección de escritos enviados por Mariano Pérez, responsable del programa de Cooperación al Desarrollo de la UMH en Ruanda. Para leer las anteriores entregas, haz click aquí.


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Ya desde hace años, durante los meses de julio, agosto y septiembre, grupos de estudiantes y voluntarios de la 1Universidad Miguel Hernández de Elche acuden a Ruanda con ánimo de integrarse en actividades que les permitan conocer el país y la forma de vida de sus habitantes. Se alojan en las residencias próximas al hospital y a las escuelas. Residencias construidas por la Universidad Miguel Hernández con esta finalidad, donde disfrutan de aceptables comodidades.

Son muchas las enseñanzas que un “voluntario” inteligente puede sacar de esta experiencia y, tal vez, una de las más importantes se derive de percibir realmente el concepto de pobreza y su auténtico significado.

2Muchos de los voluntarios que llegan tienen una economía propia de los estudiantes. Sus estudios son financiados por sus familias y en ocasiones incluso por ellos mismos. Otros voluntarios, personal administrativo de la universidad y profesores, se sostienen con economías sencillas alejadas del concepto de riqueza. La mayor parte de ellos no se piensan ricos: se piensan gente normal. En ocasiones se calificarían casi de humildes. Pero cuando estos voluntarios entran en contacto con la población, se sorprenden por el hecho de que son considerados por los habitantes de la zona como gente rica. No son capaces de percibir su propia riqueza, que les viene dada por el mundo en el que viven.

Todos llegan con sus ordenadores portátiles, cámaras de fotos o teléfonos de última generación e ignoran la capacidad adquisitiva de los trabajadores que les rodean. Se sorprenden cuando les digo que su ordenador, por sencillo que sea, representa el salario anual de un trabajador. En efecto, algunos de nuestros trabajadores (muy bien pagados en relación a los salarios locales) ganan unos setecientos euros al año. En contacto con estos “voluntarios”, los trabajadores se sienten pobres e imaginan lo inmensamente rico que es el mundo de donde vienen.

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Un niño me fotografía con su cámara de fotos imaginaria / Fotografía de Mariano Pérez

Alguno de los voluntarios ha visitado el parque nacional de los volcanes para ver a los famosos gorilas de montaña. El precio por ver a estos fantásticos animales durante una hora es de 750 dólares. Es decir, el “humilde” voluntario paga el salario anual de un trabajador por estar una hora delante de los gorilas. Pocos ruandeses han visto los gorilas y en el ambiente rural en el que vivimos, prácticamente ninguno. Cuando los voluntarios parten, dejan cientos de objetos que para ellos ya no tienen valor. Ropa usada, utensilios de baño, linternas, lápices, bolígrafos, incluso radios o cámaras viejas. Un sinfín de objetos considerados no necesarios ya para sus vidas o fácilmente renovables en la sociedad en la que viven. Sin embargo, es tal el valor que estos objetos “olvidados” representa para los locales que tengo que reunirlo para repartirlo con una relativa equidad, dado que motiva disputas entre los empleados de la residencia.

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3Siempre trato de hacer ver a los voluntarios esta realidad, con la idea de que puedan valorar el concepto de pobreza y en especial el de “sentimiento de pobreza” que sufren las personas que entran en contacto con ellos. Es ésta tal vez una de las enseñanzas más importante que pueden adquirir los voluntarios durante su estancia en este país. Porque el sentimiento de pobreza no se ajusta a cifras ni a criterios económicos estrictos. No puede medirse. No hay una definición de pobreza que sea válida en relación a este sentimiento. Los economistas utilizan unos criterios que les permiten trabajar en sus proyectos de desarrollo, pero esos criterios no definen esa sensación tan generalizada en los países en desarrollo. La sensación de ser pobre.

El sentimiento de pobreza es una de las características que invade a una gran parte de la sociedad de los países en desarrollo. En Ruanda, cuando pregunto a la gente de mi alrededor (y me refiero a los trabajadores del hospital) sobre la posibilidad de emigrar a Europa o a Estados Unidos, casi t4odos confiesan que abandonarían su país para ir a trabajar a un país desarrollado. Los de más edad te responden que si ellos hubieran podido también lo hubieran hecho. Las razones que alegan son varias, pero una de las más generalizadas es el deseo de terminar con la precariedad económica en la que viven. La idea de partir es universal en muchas de estas sociedades y cuando les preguntas el porqué de su decisión o de su sueño, te hablan de una vida mejor, de las razones económicas antes mencionadas y en especial de un futuro para sus hijos, que podrán estudiar en una buena universidad.

No estoy hablando de “pobres de necesidad”, aquellos a los que las asociaciones humanitarias que vienen a ayudar a estos países visten y alimentan. La foto la familia burundesa se adapta a este concepto de pobreza absoluta, pero no hablo de ello. Hablo incluso de médicos, abogados o licenciados en las universidades. Son muchos los que partirían si pudieran y son muchos los que lo hacen. Y la imagen que tienen del mundo desarrollado es estereotipada: todos son ricos, nadan en la abundancia y carecen de problemas económicos. Pero el hecho es que tienen razón. Somos inmensamente ricos.

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Pobreza absoluta en una familia de Burundi / Fotografía de Mariano Pérez

Por eso aquellos que parten, desde el tercer mundo al primer mundo, suelen realizar sus sueños. La austeridad a la que están acostumbrados en su vida cotidiana les permite vivir siempre en mejores condiciones que aquellas que dejaron en su país de origen. Y para muchos sus vidas materiales cambian notablemente a mejor. Sólo sienten como una pérdida el hecho de separarse de sus familias, de su ambiente social, en el que no se sentían extranjeros. Añoran sus raíces culturales, aunque estas son cada vez más universales y escasas.

5Cuando visito las casas de mis vecinos, amigos o compañeros de trabajo del hospital, ya sea una enfermera, una laborante del hospital, o una maestra de las escuelas locales, siempre me asombro de su austeridad, que en España definiríamos simplemente como pobreza. Una o dos habitaciones, una cocina externa, que no es más que un pequeño fuego y que funciona con madera o carbón y una letrina, en ocasiones común. Un espacio cerrado con cuatro paredes de adobe y un agujero conectado con la profundidad de la tierra. El agua se guarda en bidones de plástico de veinte litros.

Cuando se trata de un pareja que cuenta con dos salarios, las condiciones mejoran, pero sin notables diferencias. La casa de un médico o de un licenciado superior es notablemente mejor, pero no superior a lo que en España tienen muchos trabajadores no cualificados. Por supuesto, el agua corriente la mayor parte de las veces no existe, o no funciona a pesar de haber un esbozo de instalación. Y esto sucede incluso en los buenas casas de Kigali. La vida se hace con los llamados “galones” de veinte litros, de color amarillo y tan característicos de África, que permiten ir a buscar el agua varias veces al día para la ducha, la limpieza y otras necesidades. El acarreo del agua es una actividad diaria que ocupa a todos los miembros de la familia.

De niño yo pasaba los veranos en la casa familiar de un pequeño pueblo de Toledo. Recuerdo ir a buscar agua a un pozo cercano, acompañando a los mayores, con un burro y cuatro cantaros de barro. Recuerdo las casas sin agua corriente y sin “cuarto de baño”, que para eso estaba el corral en la parte trasera de la casa. Las habitaciones iluminadas con unas tenues bombillas de 25 vatios que colgaban directamente del “cable de la luz”. Del techo pendían unos rollos de papel impregnados de una sustancia pegajosa a los que se adherían las moscas, cuya imagen ha quedado grabada en mis recuerdos de forma imborrable. Esos recuerdos de mi infancia, ya tan lejana, me permiten comprender, aunque sea parcialmente, la sensación que pueden sentir los emigrantes que llegan a nuestro mundo. Imagino lo que hubiera sido cambiar en aquel entonces, de la noche a la mañana, aquellas casas rurales por las actuales: cuartos de baño dotados de todos los adelantos, luz en todas las habitaciones, una cocina equipada con nevera, lavadora y por supuesto con agua corriente.

6Pero hay una gran diferencia entre aquel mundo de mi infancia y el actual mundo de los emigrantes: en aquella época  los habitantes de esas casas no tenían con quien comparar sus viviendas; ahora en la aldea más perdida de África se ven con detalle las casas de las familias americanas o europeas. Sus coches. Los edificios donde trabajan. Los hospitales y las escuelas. La diferencia radica en el acceso a los medios de comunicación: inicialmente a la televisión y ahora cada vez con más frecuencia a Internet por medio de los teléfonos móviles u otro tipo de artilugios.

Lo que ven es casi un mundo irreal, fantástico, pero cuya existencia se confirma cuando reciben noticias de algún conocido o familiar que ha vencido todas las dificultades y ya vive en ese mundo. Ven las fotos en las que la familia sale inmortalizada al lado de un gran coche, en mi niñez un “haiga”. Al fondo la televisión y por supuesto la magnifica casa en la que habitan. Corroboran así que todo es cierto y que lo que ven en las pantallas existe. Las pocas dudas que quedan desaparecen y la decisión de partir se hace firme.

8También en Ruanda presencian escenas refuerzan este sentimiento: las que protagonizan turistas o visitantes de cualquier índole, e incluso la imagen algo escandalosa de los ejércitos cooperantes que llegan con poder y cargados de dinero manejando grandes todoterrenos con rótulos de su ONG.
Todos aspiran a ese otro mundo: también los padres de familia sueñan con las universidades donde estudiarán sus niños. Para conseguirlo están dispuestos a todo, incluso a que uno de los cónyuges parta solo, generalmente el padre, para poder instalarse y después llevarse con ellos al resto de la familia. Esta aventura les puede llevar años de separación, pero esto no les paraliza. Conozco algunas parejas separadas desde hace más de ocho años que todavía no lo han conseguido, pero que siguen en esa lucha por la que todo sacrificio es justificable.

La pobreza o la “sencillez”, puede ser elegida como una opción por aquellos que no nacieron pobres, lo que es una decisión muy meritoria. Pero para aquellos que nacieron pobres, la pobreza es una enfermedad de la que hay que librarse por todos los medios. Me explico: algunos de los misioneros que llegaron (y llegan) a estos países eligieron la pobreza y la austeridad como forma de vida. Pueden hacerlo. La mayor 9parte de ellos no había nacido en la extrema pobreza, lo que no disminuye su mérito y su ejemplo. Pero en África es prácticamente imposible encontrar religiosos, sacerdotes, hermanos de la caridad, monjas, etc., que elijan la pobreza como una forma de vida. Ser un religioso en estos países es una forma de salir de la pobreza. Su vida estará asegurada económicamente y además mejorará la de toda su familia.

La cooperación en uno de estos países,  cuando se transforma en una verdadera profesión, es una actividad dura y llena de contradicciones. Es fácil, aventurero y apasionante “cooperar” un mes. Hoy en este país y mañana en el otro. Visitar hospitales, dar algunas conferencias y tomar datos para las publicaciones que mejorarán tu curriculum. Pero vivir inmerso en el país al que has decidido ayudar, siendo rico y viviendo entre pobres, te coloca en muchas situaciones difíciles de asimilar. 10Compartir tu vida no es fácil con personas que te manifiestan continuamente de forma razonable sus quejas y en las que ves los esfuerzos que hacen para sobrevivir.

Tras las recientes inundaciones de Rwanda, miles de vecinos, que rodeaban con sus casas el hospital, han quedado en la ruina. Sus casas se han perdido y con ellas todos sus bienes. Estos días y aunque sea de forma temporal, más que nunca vivo rodeado por la pobreza absoluta y por el sentimiento de pobreza.

Reparto de víveres tras las inundaciones en Ruanda

Reparto de víveres tras las inundaciones en Ruanda / Fotografía de Mariano Pérez

La mayor parte de la visitas que recibo son para pedirme ayuda, antes y después de las inundaciones. Me consideran rico y todopoderoso y siempre piensan que si no les he ayudado es porque no he querido. Esta situación se hace en algunos momentos obsesiva y te obliga a un cuidadoso y selectivo aislamiento. Y es que en el hospital en el que trabajo represento la imagen de un médico rico venido del primer mundo, aunque sea un pensionista, como ahora soy. Algunos médicos me piden dinero prestado para terminar el mes.

11Pero tenemos que reconocer que, aunque no podemos solucionar los problemas de todo el mundo, somos ricos. Inmensamente ricos. Me lo digo y se lo repito mil veces a mis “voluntarios”. Nuestra relación con la población a la que hemos venido a ayudar, queramos o no queramos, es una relación impregnada por el poder y es difícil separarla de los sentimientos puros de la amistad o del amor. Nosotros no convencemos: nosotros dominamos. No debemos olvidar, por duro que sea, que muchas de las relaciones de amistad o amor que se establecen en este mundo (afortunadamente no todas) están viciadas por el inmenso poder que nos caracteriza. Los cooperantes que acuden en periodos breves de tiempo, uno o dos meses, no pueden percibir esta realidad. Los que permanecen más tiempo empiezan a sentirse agobiados por la situación. Y sólo los que vivimos años en el terreno, aprendemos a comprender a la población y el porqué de  sus demandas.

12Tendremos mucho avanzado en la comprensión del mundo en desarrollo si aceptamos la realidad de nuestra riqueza, la cual nos viene dada; y la realidad de la pobreza de los otros. En especial si entendemos el “sentimiento de pobreza” que afecta a diferentes capas de la sociedad. Tendremos mucho avanzado si, además, somos capaces de analizar con cuidado la imagen de nuestra posición en este especial universo.[/wpex]